Jesús Maraña
Aquí está el resultado de diez años de polarización entre el inmovilismo de quienes han utilizado Cataluña para ganar votos en otros lugares de España y quienes decidieron romper con el Estado tras el humillante gatillazo de la reforma del Estatut. De esta encrucijada no se sale exclusivamente por la vía penal.
1.- La mayoría independentista en el Parlament y el Govern al que sostiene imponen la aprobación de leyes “de desconexión” con España incumpliendo la legalidad constitucional, en contra del reglamento y del criterio de los técnicos y funcionarios de las Cortes catalanas. Por más que se intente disfrazar, la ilegalidad es tan obvia que resultaría inconcebible si no fuera porque quienes la promueven llevan siete años avisando lo que estaban dispuestos a hacer y proponiendo un acuerdo con el Estado para llevarlo a cabo. Parten de la base de que ya representan a otro Estado que no es el español. Lo que hacen es sustituir una legalidad por otra, cuya legitimidad quedaría pendiente de confirmar en un referéndum que, obviamente, también es ilegal.
2.- Se pretende argumentar la ruptura total a la que asistimos como un choque entre democracia (referéndum) y legalidad (Constitución), entre la voz de un pueblo y el criterio de instituciones desacreditadas y obsoletas. Incluso antes de entrar a discutir la prevalencia de la ley o de la democracia (si es que fuera concebible la una sin la otra y viceversa), el plan soberanista choca contra su propio déficit de representatividad. Hasta el momento sólo ha podido medirse objetivamente su apoyo a través de los resultados electorales, y resulta indiscutible que sus planteamientos recibieron el apoyo del 47,8% de los votos en las elecciones catalanas de 2015. Los partidos que se han coaligado con el objetivo prioritario de lograr la independencia de Cataluña no representan a una mayoría del pueblo catalán. Imponer sus tesis, incluso con la disposición de verlas refrendadas (o no) posteriormente en las urnas, es antidemocrático.
3.- No hay encuesta conocida en la que al menos un 70% de los catalanes no se declaren partidarios de un referéndumen el que puedan pronunciarse sobre la independencia. Pero a ese dato hay que añadir el hecho de que el referéndum convocado no cumple unas mínimas garantías de legitimidad que lo hagan homologable y admisible no sólo para España sino para la comunidad internacional. Basta examinar los criterios seguidos en los casos de Quebec, Escocia, Kosovo o Montenegro (salvando las enormes diferencias entre esos ejemplos).Todos ellos fueron, en todo caso, fruto de un acuerdo político previo sobre su legalidad.
4.- Las fuerzas independentistas están dando un paso tras otro para que un Estado catalán suceda en el territorio de Cataluña al actual Estado español, pero el camino que siguen no encaja en el Derecho Internacional, marcado por las Convenciones de Viena de 1978 y 1983.
5.- Más allá de la cuestión jurídica, sorprende que a estas alturas a alguien le sorprenda que los independentistas intenten por todos los medios pacíficos a su alcance conseguir la independencia, del mismo modo que los soberanistas deberían tener asumido que el Estado utilizará todos sus recursos legales para impedirlo.
5.- Justificar la ruptura unilateral de Cataluña con el Estado español en el derecho a la “desobediencia” ante leyes injustas dejaría probablemente atónitos a Sócrates, Thoreau, Hannah Arendt, Gandhi y cualquier otro referente teórico o práctico de la “desobediencia civil” ante la tiranía, contra la esclavitud o en defensa de derechos humanos fundamentales.
6.- Cuando Mariano Rajoy proclama que “la principal obligación de un Gobierno es hacer cumplir la ley” o exige a los dirigentes independentistas que “dejen de poner las instituciones a su propio servicio” debería ser consciente de que su credibilidad es nula. Cualquiera que conozca la historia del caso Gürtel o el bloqueo de la renovación del Tribunal Constitucional durante años o la actuación del exministro del Interior Jorge Fernández Díaz en operaciones policiales para desacreditar a opositores políticos sabe que una de las causas del descrédito de la política es el uso y abuso personal y partidista que durante años han hecho de las instituciones.
7.- Cuando Albert Rivera proclama que “no es hora para la equidistancia” cae de nuevo en uno de los grandes errores que nos han llevado a la situación actual. Discrepar del inmovilismo de la estatua que ha practicado Rajoy después de haber recogido y entregado cuatro millones de firmas contra un Estatut aprobado por los parlamentos catalán y español y votado por los catalanes en referéndum (aquel sí, legal) y rechazar también el plan unilateral de los independentistas no es situarse en la equidistancia. Desde la ecuanimidad, la inteligencia política y la convicción de que nadie está en posesión de la verdad quizás habríamos podido evitar la encrucijada más grave que afronta la democracia desde el intento de golpe de Estado de 1981.
8.- Hasta hace un cuarto de hora se calificaba de “ambigua” o “equidistante” la posición de quienes proponían abordar una reforma constitucional capaz de reconducir la frustración de amplios sectores de la sociedad catalana. Ahora incluso Rajoy (a cambio de pilotar un “bloque constitucionalista”) ha aceptado la propuesta socialista de crear una comisión para estudiar esa reforma que hace años que se debería haber intentado. No sabemos si es demasiado tarde o no, pero cualquier iniciativa que asuma la obligación de la política de solucionar problemas y adaptar las leyes a la realidad social por cauces democráticos bienvenida sea.
9.- El Estado pone en marcha todos los resortes legales y todo su poder coercitivo para impedir que se celebre el referéndum del 1 de octubre. Vale. Pero cuidado: de tanto anunciar y concretar medidas jurídicas (necesarias), se corre el riesgo de olvidar que el problema de Cataluña es político, como el propio Tribunal Constitucional ha recordado en varias sentencias contra actuaciones del independentismo. Y ese problema político no lo resolvería, por más que insistan Rajoy o Rivera, un referéndum en el que nos pronunciáramos todos los españoles, porque esa consulta sólo haría visible la enorme diferencia entre la concepción del problema en Cataluña y en el resto del Estado (por eso los propios independentistas aceptaban ese envite). Pase lo que pase el 1 de octubre, la ciudadanía catalana seguirá partida en dos. Si todo se aborda por la vía penal, ¿quién tendrá la capacidad de tender puentes que sirvan para reconstruir los daños causados?
Una sola (y humilde) sugerencia.- Hasta el primero de octubre (y más allá) viviremos un pulso tenso y duro entre instituciones del Estado y las fuerzas independentistas. Nadie con un mínimo sentido de la responsabilidad debería obviar que quienes han polarizado por completo este debate desde hace diez años no van a cambiar de posición. La prioridad de quienes defendemos una salida democrática y pacífica a este endemoniado laberinto debería ser la de seducir y convencer a ese alto porcentaje de mujeres y hombres catalanes que, sin ser soberanistas, se sienten muy lejos de España y quieren pronunciarse sobre su propio futuro.
¿Llegado el caso un pelotón de soldados salvará a la Constitución (y a los españoles)? El Estado Mayor ya ha…