Víctor Arrogante.
Hoy vuelvo a recuperar uno de mis paseos por Madrid. Recorro diferentes escenarios de la historia: Plaza de Oriente, Plaza de las Cortes y Puerta del Sol, mi barrio y yo como testigo. Palacios y fortalezas, fuentes, calles humildes, plazas y el pueblo, testigo vivo de fechas trascendentales en la histórica capital de España desde 1561.
Eran los primeros años del siglo XIX cuando se produjeron en España un acontecimiento trascendental: la invasión francesa y la guerra de la Independencia. Constitucionalismo, absolutismo e inquisición. Dos reyes fueron los responsables de que el ejército de Napoleón ocupara Madrid. Dos reyes por la gracia de dios, Borbones y traidores para más señas. El 2 de mayo de 1808, a primera hora de la mañana, la multitud comenzó a concentrarse ante el Palacio Real. Los soldados franceses sacan del palacio al infante Francisco de Paula, para llevarle a Francia con su real familia. Al grito «¡Nos lo llevan!», el gentío intentó asaltar el palacio. Apoyado en una farola a la entrada de la calle Bailén, vi llegar a la Guardia Imperial con los mamelucos y la artillería disparando contra la multitud. La lucha se extiende por Madrid y al resto de España. El pueblo contra los franceses, los liberales contra los absolutistas reales, Fernando VII contra el pueblo, la razón contra el despotismo y el oscurantismo contra la ilustración.
Madrid a principios del siglo XX, dejaba de ser aquel pueblo castellano polvoriento y la monarquía española estrenaba reina. El 31 de mayo de 1906 el anarquista Mateo Morral atentó contra la carroza real y la comitiva que regresaba de la Iglesia de San Jerónimo. El rey Alfonso se había casado con la princesa Victoria Eugenia de Battemberg y Madrid engalanada era una fiesta. Acompañé a mi joven abuela a ver la comitiva, vivía en la calle Bailén, muy cerca del número 88 de la calle Mayor. Desde un balcón del tercer piso, fue lanzada una bomba contra la carroza. Los reyes salieron ilesos, pero hubo 28 personas muertas y multitud de heridos.
El rey Alfonso XIII el Africano, otro Borbón acusado de traición, abandona España. «No tengo hoy el amor de mi pueblo» declaraba. El apoyo real al golpe de estado de Primo de Rivera; los desastres del 98 y la guerra de África; la falta de representatividad política; y la situación calamitosa de las clases campesinas y populares, hacen que las candidaturas monárquicas pierdan las elecciones municipales en 1931. A primeras horas de la tarde del día 14 de abril, la Puerta del Sol y el pueblo madrileño vuelven a ser protagonistas de su historia. Subido en lo alto de un tranvía y ondeando la tricolor, vi como la multitud se congregaba frente al Ministerio de la Gobernación (de feroces torturas hoy frescas todavía). Los miembros del comité revolucionario golpean el portalón del Ministerio y gritan: «Señores, paso al Gobierno de la República». El pueblo con sus votos y el rey con su huida hacen posible la proclamación de la República.
Los mismos guardias civiles que abrieron el portalón a la Segunda República, junto con miembros del ejército, impulsados, seguidos y apoyados por una trama que nunca quedó identificada y en nombre del rey, dieron un golpe de Estado. Desde la tribuna de invitados, fui testigo del secuestro del Gobierno y de todos los diputados aquel 23 de Febrero de 1981. Adolfo Suárez había dejado de ser útil al rey y al sistema. El operativo de la asonada militar estaba mal planteado y las traiciones fueron moneda de cambio. Lo cierto es que el golpe se dio en nombre del rey, quien lo desactivó (después de conocer el apoyo y la opinión de los jefes militares de las capitanías generales). El golpe tuvo consecuencias: se consolidó el tierno sistema democrático diseñado durante la Transición y se legitimó la Monarquía heredera del franquismo.
Al pasar por la Puerta del Sol recuerdo el lugar en el que José Canalejas, Presidente del Consejo de Ministros fue asesinado en 1912, cuando junto a mí miraba el escaparate de la desaparecida librería San Martín. También recuerdo a Eduardo Dato, que en 1921 fue asesinado por los disparos efectuados desde un sidecar en marcha en la Puerta de Alcalá. Antes, en 1870, había sido asesinado el general Juan Prim y Prats, presidente del Consejo de Ministros y ministro de la Guerra, capitán general de los Ejércitos. Eran alrededor de las 19:30 y recuerdo que caía una espesa nevada. En Madrid se han cometido un número considerable de atentados contra gobernantes, con resultado de muerte, entre otros el de Carrero en la calle de Claudio Coello.
Vienen a mi memoria una serie de crímenes, que ocurrieron en lugares frecuentados por mi y que por ello me han impresionado de forma especial. Madrid también es famoso por sus crímenes; unos políticos, atentados, magnicidios y «pasionales». Otros contra mujeres víctimas del terrorismo machista y muchos más por el robo y el pillaje, que tienen menos interés, salvo que los cometa algún famoso o haya sido víctima, como los de los marqueses de Urquijo.
Corriendo el mes de agosto, del treinta año triunfal de la España invicta −1969 de nuestra era−, tras haber sido cautivo y desarmado el Ejército Rojo y alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares en 1939, en un descampado del barrio de San Blas, cerca del ambulatorio medico de García Noblejas, se cometió un crimen pasional. Un hombre mató a su amante, de 17 puñaladas. Los celos, le habían hecho perder la cabeza: «quería abandonarme», dijo, y lo asesinó, con premeditación, alevosía, nocturnidad y ensañamiento.
El asesino convicto y confeso, era hermano de una amiga de mi madre, por lo que la historia la viví, como si hubiera sido testigo de los hechos, ¡otro asesinato en mi entorno! El asesino estaba casado y tenía dos hijas de corta edad. Era propietario de un puesto de frutas y verduras en el mercado de la Cebada de Madrid y algunos días, acudía a ayudar a su cuñado, propietario de un bar en Sancho Dávila, enfrente de la Plaza de toros de Las Ventas.
Según quedó probado en el juicio, «preso de locura», sacó el cuchillo que ocultaba y empezó a acuchillarle, contándose hasta 17 puñaladas, tres mortales de necesidad. El amado despechado, presa de una gran excitación, se dirigió al bar propiedad de su hermana Cloti, en la calle José Luis de Arrese en el barrio de La Elipa. Una vez allí, dijo: he matado a un hombre y comenzó a sollozar sin consuelo.
En 1955, frecuentaba con mi madre la calle Hermosilla, junto al Paseo de Ronda (Doctor Esquerdo), donde vivía un compañero de colegio. De subir tranquilo, contento y confiado al primer piso, a entrar en el portal rayando el espanto. Se había cometido el famoso «crimen del baúl» o asesinato en la calle Hermosilla. Cuentan las crónicas que el día 8 de noviembre de 1955, Francisco Santonja, declaró en la comisaría de policía de Buenavista, la desaparición de su hermano Manuel, de 38 años de edad, soltero, actor y en aquel momento pedicuro y que vivía en la calle Hermosilla, número 127.
Manuel Santonja, desaparecido misteriosamente había sido actor de verso y había llegado a figurar en importantes compañías. Se movía en círculos frecuentados por homosexuales y recibía muchas visitas. Uno de los habituales era Jesús Lacosta, un delincuente que acostumbraba a hacer chantaje a sus clientes tras mantener relaciones íntimas. Con Manuel Santonja utilizó el mismo método, amedrentándole con pregonar su condición homosexual. En un momento determinado, Santonja se negó a seguir pagando, y eso le llevó a la muerte. La portera de la calle Hermosilla, recordaba que un muchacho joven, ayudado por dos hombres desconocidos, bajaron un baúl-armario de grandes dimensiones. Jesús enterró el baúl en un descampado cerca de La Veguilla en Tetuán de las Victorias. Hoy sesenta y seis años después, cuando paso por delante de la casa, me acuerdo del «crimen del baúl» y hasta me estremezco.
Siguiendo con los recuerdos, sobre crímenes ocurridos en Madrid, recuerdo, el crimen de Jarabo. Los acontecimientos ocurrieron en mi barrio, entre las calles Lope de Rueda y Alcalde Sainz de Baranda. Fue en el verano de 1958 (entre el 19 y el 21 de julio), cuando José María Jarabo Pérez-Morris, de 35 años, cometió un cuádruple asesinato, dejando a Madrid horrorizada. El crimen fue atroz, cuatro muertes a sangre fría, dos hombres y dos mujeres, una de ellas embarazada. El asesino era de postín, de buena familia, alumno del colegio El Pilar, todo un señor, elegante y recriado en Estados Unidos. Era sobrino del entonces presidente del Tribunal Supremo, Francisco Ruiz Jarabo, que después sería ministro de justicia de Franco.
Jarabo fue condenado a cuatro penas de muerte, aunque solo pudo ejecutarse una. El 4 de julio de 1959, un año después de cometidos los crímenes, en el patio de la cárcel de Carabanchel, le dieron «garrote». Como era un hombre de complexión fuerte, tardó veinticinco minutos en morir, con las vértebras del cuello descoyuntadas, tras cinco vueltas de tuerca. Daniel Sueiro entrevistó al verdugo en su libro Los verdugos españoles: «Era un jabato así de alto. No paró de beber güisqui y fumar. A las cinco oyó misa y comulgó. Sabiendo que iba a morir, se puso los dientes de oro».
Otras historias y otros protagonistas, Madrid tiene a cientos; paseando por sus calles, con sosiego se encuentran. Agosto es un buen momento. Con un botellín de agua de cebada por los calores, los ojos alerta y las piernas largas, aparecen y desaparecen con sus luces y sombras. La imaginación pone lo que falta. Habrá más paseos.
Víctor Arrogante, profesor y analista político.
¿Llegado el caso un pelotón de soldados salvará a la Constitución (y a los españoles)? El Estado Mayor ya ha…