Hace 70 años, el papa Pío XII y el presidente Eisenhower decidieron que perdurara la dictadura en España a cambio de un Concordato y un Acuerdo beneficioso para sus intereses
1953. La dictadura de Franco estaba consolidada en España tras tres lustros de poder absoluto desde el final de la guerra civil, los asesinatos ya no eran masivos sino selectivos y los derechos humanos y constitucionales habían sido escamoteados y falseados por Leyes Fundamentales, pero todo esfuerzo era inútil para lograr la ansiada respetabilidad de la sociedad internacional. El carácter fascista y violento del franquismo, la ausencia de libertades y el pecado original de haber sido impuesto por las armas prestadas por los vencidos, Hitler y Mussolini, mantenían a España en el pudridero de la Historia y al margen de la reconstrucción y organización de la sociedad de las naciones tras la II Guerra Mundial.
Los intentos de realinearse a favor de los aliados en los estertores de la conflagración mundial y reorientar el fascismo original en anticomunismo tampoco habían dado los resultados apetecidos para el régimen, aunque, gracias a Churchill, habían servido para evitar la intervención militar y el derrocamiento del tirano que preconizaba la Unión Soviética de Stalin.
En 1950, la Asamblea General de Naciones Unidas dejó sin efecto su resolución de 1946, que vetó el acceso de España a la ONU y aconsejó la retirada de embajadores –sólo permanecieron los de Argentina y Suiza, además de Irlanda, Portugal y el Vaticano, que no eran miembros de la ONU–, y se le entornó la puerta para que en 1951 entrara en seis organizaciones internacionales puramente técnicas –de la Unión Postal Universal a la Organización Internacional de Aviación Civil–. Un paso previo y de tanteo para lograr el ingreso en una agencia de la ONU de marcado carácter político, la Organización para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), entre cuyos fines está la salvaguarda de los derechos humanos.
La previsible admisión de la dictadura de “un amigo de Himmler, que fue el alma mater de los campos de concentración y las cámaras de gas”, como dijeron en Le Monde Albert Camus y Salvador de Madariaga, revitalizó el antifranquismo en Europa, pero las iniciativas parlamentarias, las manifestaciones callejeras y las actitudes personales –Pau Casals dimitió de su cargo en la sección de Música de la Unesco– fueron inútiles para torcer la agenda diseñada por la simpatía de Churchill por Franco y aceptada por el presidente Truman a pesar de su antipatía por el dictador: España ingresó en la Unesco en febrero de 1953.
La bendición del Vaticano.
El presidente Truman era consciente de lo polémico de su decisión de iniciar negociaciones con Franco a fin de establecer bases militares en territorio español. Era “el mayor fraude de la política exterior norteamericana”, editorializó The New York Times (“Do we need Franco?” [“¿Necesitamos a Franco?”], 30 de agosto de 1951), “e implica un problema [la ‘cuestión española’] que durante 15 años ha dividido a la opinión pública norteamericana como ningún otro lo ha hecho en nuestra historia”. Pero la presión de la Joint Chiefs of Staff de las fuerzas armadas norteamericanas no le dejó elección: no necesitamos a Franco, pero las bases en España son imprescindibles en caso de conflagración con el bloque soviético.
Pero como no quería ser el primero en lavar el feo rostro de la dictadura franquista, presionó al Vaticano para que fuera, como suprema autoridad católica del mundo, quien convalidara el régimen ultracatólico español. Franco perseguía ese reconocimiento papal desde que lo había hecho la jerarquía episcopal española durante la guerra y por eso había hecho diversas concesiones en cuatro convenios bilaterales desde 1941 que otorgaban a la Iglesia el control de la enseñanza –desde la primaria a la universitaria a través del Opus Dei–, obligatoriedad de la enseñanza religiosa en todos los centros y grado y el derecho de vigilancia de la enseñanza, la prohibición de libros y material escolar y el ejercicio de la censura para “oponerse a la malignidad de los hombres que intenten pervertir los ánimos de los fieles y corromper sus costumbres, o, cuando hubiere de impedirse la publicación, introducción o circulación de libros malos y nocivos”, así como la libertad de nombramientos eclesiásticos, la inviolabilidad de recintos y propiedades inmobiliarias eclesiásticas, el reconocimiento de la jurisdicción del “fuero eclesiástico” –que exigía aquiescencia del ordinario para que la autoridad civil pudiera actuar contra clérigos tanto en causas civiles como criminales (los condenados a penas de prisión, habrían de cumplirlas en cárceles especiales o, preferiblemente, en “casas religiosas”)– y precisando licencia de la Sede Apostólica cuando se tratara de un obispo o equiparado en Derecho.
Además de la exención de impuestos y del servicio militar, de la obligatoriedad de ejercer cargos públicos, de dotaciones económicas para cubrir una amplia escala de capítulos, desde la congrua o renta parroquial a la vicaría castrense y la constitución de un patrimonio eclesiástico; el reconocimiento de los efectos civiles del matrimonio canónico y su competencia exclusiva en causas de separación y nulidad; derechos en materia educativa equiparables a los públicos.
Tantos ‘derechos’ –eran considerados como los mayores de la Iglesia católica en todo el mundo fuera de la Ciudad del Vaticano–, sin apenas contrapartidas, hacían innecesaria para Pío XII la firma de un concordato que pretendía recobrar los privilegios del de 1851, que recogía el derecho de presentación medieval concedido a los Reyes Católicos para el nombramiento de obispos. De modo que, presentado su proyecto por el gobierno español en 1951, lo tuvo dos años y medio dando tumbos por la burocracia vaticana hasta que, en 1953, la nueva administración de los Estados Unidos, con el presidente Eisenhower en la presidencia, le aseguró formalmente que, al mes siguiente de la firma del concordato, consolidaría el régimen de Franco con la firma del acuerdo sobre las bases.
Una vez asegurado que el Vaticano no se quedaría colgado de la brocha con su apoyo al dictador, Pío XII llegó a un acuerdo sobre el nombramiento de autoridades eclesiásticas en España, arrancó nuevas concesiones –la confesionalidad del estado español y no legislar sobre materias que afectasen o interesasen a la Iglesia sin previo acuerdo con la Santa Sede– y endulzó la píldora con distinciones al dictador como el collar de la Orden Suprema de Cristo y entrar bajo palio en los templos.
El 27 de agosto de 1953, el prosecretario de Estado de la Santa Sede Domenico Tardini y el ministro español de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, firmaron el concordato en una discreta ceremonia en Roma en la que la diplomacia vaticana controló desde los discursos a las fotografías destinadas a la prensa.
Las bases del franquismo.
“¿Son mayores las ventajas militares prácticas de un acuerdo con España que las desventajas políticas y militares? Habiendo afrontado la mayor guerra de la historia para derrotar al fascismo, ¿es la nuestra una situación tan desesperada como para hacer de un régimen fascista uno de nuestros aliados? (…) Uno de los nítidos hechos con los que los americanos han de encararse es que, si seguimos adelante con estas negociaciones, estaremos ayudando a perpetuar a Franco en el poder mientras viva y le interese permanecer como dictador de España. Esa será nuestra responsabilidad ante la historia”, concluía el durísimo editorial del The New York Times citado.
El general Eisenhower sólo atendió a los mandos militares –“desde el punto de vista militar no hay áreas alternativas para las bases igualmente satisfactorias”– y al sentimiento del partido republicano, en buena parte favorable a los acuerdos con España. En todo caso, tras casi tres años de arduas negociaciones, de rebajas económicas y cláusulas abusivas, el presidente norteamericano hizo honor a su palabra y el 23 de septiembre de 1953, Martín Artajo repitió firma, esta vez con James Clement Dunn, embajador de los EEUU en España, en el palacio de Santa Cruz, sede del ministerio español de Asuntos Exteriores.
Dicen que, cuando el ministro le confirmó la firma, Franco dijo: “He ganado la guerra de España… Tengo la conciencia tranquila y puedo descansar”. Con cientos de miles de muertos en su haber, un cruel ejercicio de gobierno autoritario y unas cesiones de soberanía inimaginables en el reiterado discurso imperial y la sempiterna reivindicación de Gibraltar, el dictador debía de ser de sueño tan fácil como su moral; por un puñado de dólares –mucho menor que las asignaciones del Plan Marshall a cualquiera de los países europeos, incluida Yugoslavia para asegurarse su distanciamiento de la URSS– y, sobre todo, el reconocimiento y apoyo a su régimen dictatorial, un malhumorado hasta el desquiciamiento Franco autorizó la firma de unos meros acuerdos bilaterales, sin rango de tratado ni de convenio, cuyos anexos técnicos para la construcción de las bases incluían las especificaciones de los mínimos detalles y que, salvo el monto de la ayuda económica, eludían compromisos concretos de equipamiento militar y establecían la soberanía estadounidense sobre las bases, sobre el papel “de utilización conjunta” y, en realidad, múltiples ‘gibraltares’, en caso de guerra. Y en la papelera, las ilusas recomendaciones de Carrero Blanco, entonces subsecretario de la Presidencia, a Franco: exigir la devolución de Gibraltar como condición previa a la cesión de las bases.
La prensa norteamericana retrató los acuerdos como “una partida entre un tahúr y un niño” y en la correspondencia oficial secreta del gobierno estadounidense llevaban a menudo el marbete “tan ventajosos para nosotros”, con lo que convencieron a los reticentes gobiernos europeos antifranquistas de que no trataban de meter a la España de Franco en la OTAN por la puerta de atrás.
Pero sirvieron para que los Estados Unidos presentaran en Naciones Unidas una petición para el ingreso en España, lo que, tras llegar a un package deal, un acuerdo global, con la URSS por el que ninguna de las dos potencias vetaría el ingreso de ningún país propuesto por el otro, se hizo realidad el 14 de diciembre de 1955.
El respetado corresponsal en la guerra civil española de The New York Times, Herbert Lionel Matthews, escribió en The Yoke and the Arrows. A Report on Spain, en 1957: “Franco siempre dijo que él tenía razón y que no iba a cambiar en nada para satisfacer los requerimientos y esperanzas de las democracias. Acto seguido, nosotros hemos probado que tenía razón, porque, sin cambiar un ápice de sus políticas, hemos venido hasta él, tratado en términos de igualdad y proporcionado un muy ventajoso pacto militar y económico sin que el Caudillo haya hecho la más mínima concesión política (…) la montaña vino a Mahoma (…) Ha derrotado a sus enemigos dentro y fuera de España; ha rehusado ceder ni una pulgada de terreno al liberalismo que tanto desprecia y, ahora, sus esfuerzos le han ganado la sanción más alta de los dos mayores poderes de la tierra, el religioso y el secular, el Vaticano y los Estados Unidos”.
Bendecido por el representante de Cristo en la tierra y apoyado por los de Marte en el planeta, Franco se aseguró 22 años más de dictadura en España, gracias a la Cruz y a la Espada: Laus Deo e In God we trust…
Por Ignacio Fontes.
Fuente: https://www.eldiario.es/politica/vaticano-casa-blanca-apoyaron-dictadura-franco_129_10735194.html
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